Muerte
La travesía de la vida se acaba y el alma se ha de preparar para una buena muerte en el último ritual de paso. Hablamos ahora del final del ciclo vital.
Cuando una persona estaba a punto de morir –in articulo mortis-, el sacerdote y un par de monaguillos iban a su casa para darle el sacramento de la extremaunción. Al “pas del combregar”(*), así se denominaba la comitiva que llevaba el viático, y al son de la llamada “campaneta de combregar», tocada por los escolanos, la gente se arrodillaba.
Envueltos por el aroma del incienso, los vecinos se hacían la señal de la cruz con respeto por el Santísimo y con una manifiesta aflicción por todo lo que aquello representaba. A la persona que agonizaba se le administraba la extremaunción con aceite bendecido y recibía la comunión, el viático. El alimento para emprender el último viaje.
El triste sonido de las campanas pregona una muerte; la gente calla para escucharlo. Dos veces han tocado las tres campanas mayores, todas al mismo tiempo. Es una mujer, comentan. Después tocan con una sucesión pausada, espaciada, de menor a mayor, las tres.
Acaban conforme han empezado, volviendo a tocar todas a la vez. Si son tres toques juntos al inicio es un hombre y después se repite la misma operación que cuando tocan a mujer, por orden, lentamente cada una de ellas, y al final se repite la señal del principio, los tres toques a una vez.
De diferente manera es el campaneo que anuncia la muerte de un niño o una niña, es decir, de un mortixol (palabra propia del valenciano meridional que en otros sitios recibe el nombre de albat –del latín albatus “vestido de blanco”-, ya que entonces los amortajaban de albo, o blanco, para simbolizar la inocencia y la pureza que denota este color). “El toque de mortitxol”, por suerte, ya no suena casi y tampoco es el mismo; ahora solamente se anuncia con la señal de hombre o mujer. Antes se avisaba con un repiqueo de la misma campana del Ángelus y después continuaban tocando, de menor a mayor con ritmo moderado, las campanas mayores.
De diferente manera es el campaneo que anuncia la muerte de un niño o una niña, es decir, de un mortixol (palabra propia del valenciano meridional que en otros sitios recibe el nombre de albat –del latín albatus “vestido de blanco”-, ya que entonces los amortajaban de albo, o blanco, para simbolizar la inocencia y la pureza que denota este color). “El toque de mortitxol”, por suerte, ya no suena casi y tampoco es el mismo; ahora solamente se anuncia con la señal de hombre o mujer. Antes se avisaba con un repiqueo de la misma campana del Ángelus y después continuaban tocando, de menor a mayor con ritmo moderado, las campanas mayores.
“Un angelito ha subido al cielo”, se solía decir. De hecho, para “celebrarlo”, los desconsolados padres ofrecían en el velatorio pastas y bebidas dulces, como el anís. Por desgracia, aquí hay que hacer alusión a la considerable mortandad infantil que se padeció hasta las primeras décadas del siglo XX.
El difunto era velado en su casa, rodeado de familiares y amigos, ya que los tanatorios, donde todo este ritual resulta más impersonal, entonces no existían.
La comitiva para el entierro, guiada por el toque de campanas, se dirigía a pie a la iglesia. La formaban, en primer lugar, los hombres de grado familiar más directo, a continuación, otros parientes y amigos y cerraba el séquito fúnebre el capellán. Después, todos seguían el entierro hasta el final de la calle Santísima Trinidad (las afueras del pueblo).
Pero el multitudinario acompañamiento se prohibió en una normativa municipal del año 1964, ya que no era viable, por el aumento de tráfico, esa concentración de gente dentro del núcleo urbano. A partir de entonces, el duelo se despide a las puertas de la iglesia. Al cementerio iba la familia más próxima y quien tuviera la voluntad de hacerlo.
Las mujeres se quedaban en casa, rezando por el difunto/a. Hasta principios del siglo XX, si la familia del finado disponía de dinero, pagaba a unas mujeres para que llorasen en procesión camino de la iglesia: eran “las plañideras”.
El coche fúnebre era una carroza negra que imponía respeto por su significado y por su suntuosidad. Los caballos iban cubiertos de negro y llevaban en la cabeza un penacho del mismo color.
El número de caballos, dos o más, dependía de la categoría de la persona, pero normalmente era de dos. Según las fotos que nos han proporcionado, había tres coches fúnebres, con diferente grado de ornamentación. Si el entierro era de un mortitxol, era todo de color blanco: el féretro, las flores, la carroza, la vestimenta del conductor y la guarnición o adornos de los caballos. Las cintas blancas de las coronas las llevaban los niños y niñas que participaban en el funeral.
La familia vestía de luto, de negro, durante mucho tiempo. Para algunas mujeres duraba toda la vida, ya que iban enlazando la muerte de diferentes familiares. El luto riguroso, en general, duraba unos tres años tanto en la vestimenta como en las relaciones sociales. No le estaba permitido a la familia ningún tipo de diversión. La mujer iba toda de negro, con un velo si era joven y con un manto o pañuelo –según las posibilidades económicas- a la cabeza si era mayor. El hombre llevaba un brazalete de color negro en la manga izquierda de la chaqueta o un trozo de cinta o un botón forrado de tela negra puestos en la solapa. También los niños participaban de este ritual. Después de esta época pasaban al medio luto, añadían algún motivo blanco o se vestían de gris o morado.
Pero como los rituales cambian con el paso de los años, sobre todo en los aspectos más visibles, la forma de manifestar la pena compartida es diferente en la actualidad, tanto en la de vestir como en la de comportarse socialmente.
Hemos de comentar también la fotografía de difuntos o fotografía post mortem. Uno de los retratos más frecuentes de la infancia era el realizado post mortem, recién fallecidos. Esta práctica nace en Inglaterra, en la época victoriana, se va extendiendo por toda Europa durante el siglo XIX y la encontramos hasta bien entrado el siglo XX.
A causa de la alta mortalidad infantil de entonces, algunas familias, que todavía no tenían ninguna imagen del niño o de la niña en vida, recurren a la fotografía de difuntos. La foto, generalmente, era de cuerpo entero. Estos retratos no han sido, en la mayoría de ocasiones, conservados por los parientes.
No tenemos que considerarlo como un acto morboso; nos hemos de situar en aquella época. Tener una imagen del familiar, la única imagen, aunque sea de difunto, ayuda a no olvidar a la persona estimada, “al angelito que ha subido al cielo”.
(*)Combregar: dar la comunión / Viaticar.
La comitiva para el entierro, guiada por el toque de campanas, se dirigía a pie a la Iglesia.
El cortejo fúnebre lo formaban, en primer lugar, los hombres de grado familiar más directo, a continuación, otros parientes y lo cerraba el capellán.
El coche fúnebre era una carroza negra que imponía respeto por su significado y por su suntuosidad.
Los caballos iban cubiertos de negro y llevaban a la cabeza un penacho del mismo color.
Entierro de D. Francisco Mas (Don Paco), cura párroco de Crevillent, i de su sobrina Remedios Mas. Don Paco y su sobrina murieron, en un fatal accidente, el año 1961.
El número de caballos, dos o más, dependía de la categoría de la persona, pero normalmente era de dos.
Según las fotos que nos han proporcionado, había tres coches fúnebres, con diferente grado de ornamentación.
La familia vestía de luto, de negro, durante mucho tiempo. Para algunas mujeres duraba toda la vida, ya que iban enlazando la muerte de diferentes familiares.
Todos acompañaban a la comitiva fúnebre hasta la salida del pueblo, al final de la calle de la Santísima Trinidad.
La comitiva fúnebre dejó de recorrer las calles del pueblo por una normativa municipal de 1964; el aumento de tráfico en un pueblo en proceso de desarrollo propició esta decisión.
Si el entierro era de un “mortixol” era todo de color blanco: el féretro, las flores, la carroza, la vestimenta del conductor y el adorno de los caballos.
Las cintas blancas de las coronas las llevaban niños y niñas que participaban en el funeral. La muerte, en aquellos tiempos, no se ocultaba, no era un tema tabú.
Uno de los retratos más frecuentes de la infancia, a causa de la alta mortalidad infantil, era el realizado post mortem, recién muerto el niño/a.
El cementerio actual de Crevillent, que lleva por nombre Nuestra Señora de los Dolores, fue inaugurado el año 1889.


