Adolescencia, juventud y noviazgo
El particular mundo de la infancia/adolescencia del periodo que nos ocupa (las cinco primeras décadas del siglo XX, aproximadamente) viene marcado en muchísimos casos por la incorporación intempestiva de los niños al mundo del trabajo, recordemos a los menaós o a los que trabajaban en el campo o en otros oficios. Las niñas no tenían mejor suerte, también algunas iban a menar (1) o al campo, otras trabajaban de niñeras o criadas, y muchas de ellas hacían de pequeñas amas de casa cuidando de sus hermanos menores, substituyendo a la madre –ausente por trabajo- en las arduas faenas del hogar sin la ayuda de los avances tecnológicos actuales. Eso comportaba la falta de asistencia a la escuela de muchos de ellos. Algunos (tanto niños como niñas) iban a aprender las primeras letras por la noche, en una especie de clases particulares a las cuales, por puro cansancio, solían faltar bastante. Podemos decir que, por obligación y responsabilidad, se hicieron mayores antes de tiempo.
En cuanto a los juegos, los escenarios indiscutibles eran la vía pública y la naturaleza, las calles y los bancales cercanos a sus barrios; lugares que entonces no exigían vigilancia porque eran pocos los peligros que comportaban. Hay que señalar que la característica principal de esta expresión lúdica era la sociabilidad, la colectividad, el grupo; entonces pocos juegos eran individuales.
Tenemos que decir que, como consecuencia de la crítica situación económica del momento, la mayoría de los juguetes –si se utilizaban- estaban construidos con materiales elementales como las pelotas hechas de trapos viejos o de estopa –sobras de cáñamo que recogían de los talleres de los hiladores-, o los tirachinas para lanzar huesos de frutas o piedras hechos con trozos de ramas de los árboles, o el barro para jugar al cartinou, o el hueso del tarso del pie de un cordero, concretamente el astrágalo, para jugar al mete o la taba.
Se jugaba al corro, a la gallinita ciega, al escondite, a las canicas, a los cromos, al tejo o rayuela, a volar cometas, a la comba, al marro, a la trompa o peonza y a un largo etc. Los más afortunados podían tener caballitos de cartón y cochecitos de materiales rudimentarios, y las niñas muñecas o muñecas peponas, entre otros juguetes de escaso valor económico.
Lógicamente, había excepciones con la gente de mayor poder adquisitivo. A la hora de la merienda, un trozo de pan con aceite y pimiento rojo molido o con aceite y azúcar o con vino y azúcar o con una onza de chocolate era devorado como el mejor de los manjares.
Por desgracia, disponemos de pocas fotografías que den testimonio de estos momentos. Los retratos, conforme indicamos en otras introducciones, se reservaban para momentos vitales importantes y en un lugar cerrado, el estudio del fotógrafo, hasta últimos de la década de los cuarenta, aproximadamente.
Si nos referimos a otros divertimentos, estos para más mayores, hemos de hablar de las fiestas populares. Concretamente, los días de Pascua la juventud iba a merendar, a comerse la mona a la sierra, a San Pascual y a San Isidro, y después al calvario. Algunos juegos daban oportunidad al flirteo, como el del pañuelo o el de las prendas, y se cantaban canciones con doble sentido que provocaban la hilaridad propia de los momentos de fiesta y distensión; ese ambiente propiciaba la formación de nuevas parejas.
Pero si hablamos de galanteo no podemos dejar de nombrar el paseo del rosse. Curiosamente no era el nombre de un lugar, sino de una determinada actitud en un recorrido que servía de encuentro. La gente joven de Crevillent, hasta la década de los setenta, tenía por costumbre pasearse, al atardecer, haciendo el trayecto desde la Morquera hasta la plaza de la iglesia de Belén y viceversa, sin parar de un lado a otro, hasta que llegaba la hora de volver a casa que solía ser sobre las nueve o la diez de la noche, como muy tarde.
Las chicas iban juntas, y cuando un chico se les acercaba si a la que estaba situada a la punta no le gustaba cambiaba de sitio y se ponía en medio del grupo de las amigas; así manifestaba su rechazo hacia el repentino pretendiente.
Ponerse al extremo por voluntad propia también era una manera de convidar al chico que le gustaba para que este tomase la decisión de acercarse. Y así pasaban el atardecer, hacia un lugar y hacia el otro, conversando y comiendo garbanzos y otros productos tostados, envueltos en cartuchos de papel de estraza, o algún xambit,(2) según la temporada, mientras esperaban el rosse de su pretendiente.
En el verano, concretamente en el mes de agosto, el paseo se trasladaba al calvario en el que, en época de feria, la de San Cayetano, la afluencia de gente era impresionante. Pocos años después, la diversión se trasladó al Parquet, donde la juventud podía escuchar música en directo interpretada por grupos locales, mientras paseaban y le daban vueltas al nuevo lugar de encuentro.
Cuando la relación se afianzaba, los novios siempre iban acompañados de alguna pariente de la chica que se encargaba de no dejarlos solos, incluso para ir al cine; es lo que se llamaba “la carabina”. Y entre los actos de galantería recordaremos la serenata a la estimada, tan típica de nuestro pueblo.
Si hacemos alusión al entretenimiento o diversión por excelencia, no solo de la juventud sino de toda la población, tenemos que hablar del cine. Crevillent contaba con cinco salas: el cine Chapí –que también era teatro- situado en la plazoleta que lleva su nombre, los cines Iris y Adelaida, en la calle Blasco Ibáñez, la Coral, en la plaza de la Constitución y les Bòvedes en la calle Sagrado Corazón.
Después de la preceptiva proyección del NO-DO, el público podía disfrutar de dos películas en una sesión continua que se repetía, hecho que dejaba ver, a quien había llegado tarde, el trozo de proyección que se había perdido sin tener que pagar de nuevo, incluso podía volver a ver las películas enteras.
El espectáculo estaba asegurado: se aplaudía con énfasis la actuación del héroe, “el justiciero”, se idolatraba a la heroína y se silbaba con fuerza la aparición de “el malo”, el indeseable. Historias donde las escenas de amor ya venían recortadas. Películas, mudas en un principio -con protagonistas excepcionales como Chaplin-, que después relataron, con pasión elemental y contagiosa, aventuras del oeste, de historia sagrada, de romanos, de zarzuelas, de cuplés y de humor con la pareja El Gordo y el Flaco y con Cantinflas. Un mundo mágico en blanco y negro que permitía, por un precio módico, soñar y evadirse de la grisura del día a día.
El Carnaval era una fiesta bastante arraigada en Crevillent, pero su celebración estaba prohibida durante la posguerra. Entonces la gente se disfrazaba la noche de Fin de Año, pero sin el alboroto ni el jolgorio propio de ese festejo público.
Y en el verano, según las posibilidades económicas o familiares, la gente se trasladaba al campo (la canyaeta) o al Pinet, con el paso lento de un carro cargado de las cosas más elementales para estar unos días de vacaciones a la orilla del mar y al son de las habaneras. La temporada estival acababa a finales de julio, ya que los esperaba la feria de agosto. Los que se quedaban en el pueblo pasaban los atardeceres y parte de la noche a la puerta de las casas, sentados, tomando el fresco, cenando y de xarraeta. Veranos humildes, de gente sencilla y extravertida, de sonrisas afables y con voluntad de confraternización.
Creemos que también hay que hablar de otro tipo de pasatiempo. No podemos olvidar a los famosos, incluso podemos denominarlos legendarios, tebeos de la época. Citaremos algunos de los cómics que ocuparon el tiempo libre de tantos niños y niñas de las décadas de los 40, 50 y 60 como El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del antifaz, TBO, Pulgarcito, Pumby, Tío Vivo, Sissí… Entretenimiento que contribuyó positivamente a impulsar la estima por la lectura.
Aunque las fotos de estudio estaban reservadas para momentos vitales, como por ejemplo la boda, si analizamos las que les presentamos vemos que las clases acomodadas ya iban al fotógrafo a principios del siglo XX para hacerse un retrato de una etapa determinada, como puede ser la infancia o la juventud, que después con el soporte del cartón, a manera de tarjeta, repartían entre sus familiares como recordatorio.
A partir de los años cincuenta aproximadamente –siempre hacemos referencia a Crevillent-, la cámara sale a la calle y se pone más al alcance de la mayoría de la gente; por eso se fotografiarán también otros momentos que no podemos calificar de solemnes (como sí que lo son aquellos que certifican la celebración de los ritos de paso de una persona y que se realizan en el estudio de un retratista), aunque cabe decir que las fotografías individuales de estudio en esta década eran muy populares, hecho que observamos en este apartado.
Ahora ya se dará fe de los momentos de entretenimiento, de diversión, propios de la juventud. Momentos del día a día que siempre tienen un particular motivo para ser recordados.
(1) Voltear, hacer rodar un instrumento giratorio en el taller de hilados de cáñamo.
(2) Helado que se coloca entre dos galletas de oblea.
Retratarse, entonces, era un signo de distinción. La clase burguesa demostraba, de esta manera, que estaba a la altura de los nuevos tiempos.
Jóvenes vestidas al estilo Charleston, propio de los años 20.
Se estilaba el boa, un complemento en forma de serpiente hecho de piel o de otros materiales que se ponía alrededor del cuello.
El negro significaba luto, y estaba presente en todas las edades.
En los pies, en ciertas fotos, solían poner cojines. Los zapatos de charol eran un lujo.
Gorras, blusones negros y pañuelos al cuello, indumentaria típica de muchos trabajadores de la época.
Se jugaba casi siempre en grupo y en contacto con la naturaleza. Aquí encima de una higuera.
Grupo de la OJE (Organización Juvenil Española).
Balsa de la “canyà de les moreres”.
Aunque son muy jovencitos, ya visten con corbata.
Niños con su particular recreación de la Semana Santa.
Los talleres de hilados formaban parte del mundo de la adolescencia y también, en muchos casos, de la infancia.
Crevillentino en un descanso en la mili (Cabrera).
Delante de las estampas de propaganda de las películas del cine Iris.
El actual paseo de Fontenay.
El chico situado a la izquierda lleva un brazalete en señal de luto; el chico de la derecha va vestido de falangista.
Paseando por el rosse.
Observamos el cartel que indica Alicante (la carretera general 340 atravesaba todo el núcleo urbano).
Había la costumbre de llevar jazmines en el pelo y también en la solapa.
El lazo en la cabeza era típico en las jóvenes.
Delante del cine Iris. La taquilla está arriba a la derecha.
Los coches de choque eran una de las muchas atracciones que ofrecía la feria del Calvario.
Avanzan los tiempos, y los colores oscuros y la seriedad en la vestimenta van quedando atrás.


